El 29 de noviembre de 2002, justo un año después de la muerte de George Harrison, una auténtica constelación de estrellas se congregó en el Royal Albert Hall de Londres para despedirle como se merecía. Con mucho amor y ningún engolamiento. Con mucha sensibilidad y ninguna sensiblería. La velada transitó entre la espiritualidad de Ravi Shankar y las gansadas de los Monty Python, con el centro de gravedad situado en el brillante cancionero de Harrison. Había que cubrir el dolor con un manto de música. Paul McCartney, Eric Clapton, Ringo Starr, Tom Petty, Billy Preston, Jeff Lynne y otros grandes aliados musicales de George salieron de allí con la sensación de conocer a su amigo mucho mejor. Lo mismo ocurrió con los cinco mil ochocientos afortunados que acudieron como público, pese a algunas bochornosas escenas en la reventa. Hubo cánticos del más allá y risas del más acá. Desfilaron presencias y sobrevolaron ausencias. El sonido fue crujiente, envolvente y endiabladamente celestial.